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1.
Muchos gobiernos en crisis se acordaron de la cultura no para protegerla y animarla, no para dar una mejor calidad de vida a los ciudadanos, no para ayudar a los artistas y gestores culturales, sino para volverla rentista, convertirla en “industria cultural” y, en consecuencia, gravarla (España subió al 22 % el IVA en todo consumo cultural), convertirla en fuente de ingresos para las arcas fiscales y, como se dijo en Ecuador, para “aumentar el PIB”. Es decir, en vez de aportar recursos a la cultura, los iban a arranchar. Esa concepción mercantilista, adoptada con el nombre de “Economía naranja”, caló hondo en varios funcionarios, asambleístas e instancias del gobierno, al punto de que en el ministerio de Cultura tuvieron una economista que trabajó con el colombiano hacedor de ese manual mágico, a fin de que difundiera sus albricias; “Una obra de arte siempre ha tenido implícito un valor económico ligado al utilitarismo. Ahora, los recursos se dirigen a la producción de mercancías. Gracias a la tecnología, estas mercancías pueden ser reproducidas ‘ad infinitum’. Eso es lo que hace posible la industrialización de la cultura y las industrias culturales.” (El comercio, 29 de junio, 2016). El Telégrafo, único medio quizá donde se puede ventilar ampliamente estos asuntos, le cedió páginas en varias ocasiones para que expusiera y fundamentara. Una receta de ajuste quizás para países con altos royalties e índices de consumo en bienes y servicio culturales. Si en el mejor de los casos fuera eficaz esa concepción, desarrollaría al capital, no a la cultura. Quienes han estado bajo esa iluminación, sueñan con las “industrias culturales” para que el Estado empiece a medrar de ellas, pues solo hay dos formas de que la actividad cultural genere ingresos al fisco: gravándola con impuestos u oficializándola para que todo sea estatal, para que el propio Estado la gerencie en competencia desleal con los gestores naturales. Una industria cultural estatal a regimentar. (DRAE: “Reducir varias compañías o partidas sueltas a regimiento”),
Si la obra de arte pierde su individualidad; la reproductibilidad la convierte en mercancía, se le resta asombro y se le inocula esa indiferencia que puede sentir alguien que compra un par de calcetines en el mercado. Hace poco vimos en un Megamaxi Venus de Valdivia con sostén; ese fabricante no solo que ha degradado la cultura ancestral, sino el gusto de los consumidores dado ese axioma de que el capitalismo no solo fabrica los objetos, sino los sujetos que los consumen. Él habrá hecho un buen negocio y el SRI le habrá cobrado impuestos. La Historia queda reemplazada por la fabricación en serie. Al transmutarse la obra de arte desaparece su singularidad, se la homogeiniza, se la vuelve inocua. ¿Por qué creen que algunos municipios o dueños de paredes contratan “grafiteros” para que hagan “dibujos bonitos”? Es lamentable, pero a estas alturas ya la protesta, el manifiesto y la ruptura han sido desplazados por el marketing, por la búsqueda de fama en base a perfiles autopromocionales y por la aprobación de comunidades virtuales.
Cuando las industrias culturales son posibles, pertenecen a las cámaras de industriales o al Estado, no a los artistas, no a los gestores ni a las organizaciones sociales.
Si creen que la cultura es rentable, es posible que empiecen a cobrar impuestos por las tradiciones, por los idiomas, los himnos, las leyendas, las cábalas, las creencias… NO, SEÑORES ECONOMISTAS, LA CULTURA (Y MÁS LA CULTURA POPULAR), NO ES RENTABLE Y ES OBLIGACIÓN DEL ESTADO AMPARARLA Y FORTALECERLA PORQUE ES EL TRASUNTO DEL CAPITAL HUMANO.
2. Ese alineamiento bobo a la “cultura naranja” y a los eufemismos noveleros como “las artes vivas” (tal si hubiera artes muertas) o “cuenta satélite”, puso en guardia a los artistas y autores. En el borrador de la Ley de Cultura se nota que hay desconocimiento del campo, superposiciones, contradicciones, desorden y, como en el juego del florón, los varios ministros quisieron quedar bien con la tecnocracia instalada en el gobierno y con la concepción economicista-mercantilista, sin ir al fondo, soslayando los grandes problemas de pluriculturalidad, de democracia y derechos, de educación y ocio creativo, de índices de desarrollo humano y niveles de lectura, de creación de carreras que tienen que ver con la gestión cultural, de la seguridad social de los actores culturales sin relación de dependencia, así como de los artistas y cultores con capacidades especiales; nada dice de la participación y estímulos a la empresa privada que patrocina proyectos y eventos culturales. Por otro lado el borrador del Código Ingenios –donde hay un capítulo sobre derechos de autor– tiene contradicciones en muchos articulados; algunos parecen normas de Corea del Norte, otros concesiones neoliberales. En todo caso hay confusión y ésta siempre causa desasociego.
Al parecer, todo se resolverá en los reglamentos. Ojalá no aten de manos a los propios funcionarios, ojalá no parezcan reglamentos de una colonia penal. El mundo cultural tiene algo de intangible y no es tan mensurable como una carretera. Hay que refundar el Ministerio de Cultura y dotarle de un orgánico funcional que facilite su gestión, que no la complique con trámites burocráticos absurdos o funciones inútiles y, sobre todo, que cuente con el personal apto y absolutamente necesario para cumplir con las nuevas funciones y atribuciones que le dará la ley. Si hay que reducir la burocracia, que se indemnice a los que no son necesarios. Es menos costoso que un disfrazado piponazgo. Hay que garantizar expresamente en la Ley los recursos fiscales para resguardar, mantener y desarrollar los museos, los archivos, los conservatorios, las casas de la cultura, las orquestas sinfónicas, las academias, el plan nacional de lectura, las compañías nacionales de danza, de teatro, de música coral, las ferias, los festivales, los premios, los fondos concursables, las becas, pasantías y residencias de formación.
La relación con la Casa de la Cultura pasó de un noviazgo a distanciamientos con rabietas. Todos queremos una Casa de la Cultura autónoma, pero que ya termine de mirarse el ombligo y piense más allá de sí misma, a tono con los tiempos y con la inconmensurable realidad cultural que le rodea, en una época compleja, donde las nuevas tecnologías han devenido nuevos discursos y estéticas que aún no se visibilizan del todo soslayados quizá por el predominio de las bellas artes frente a lo nuevo y popular, pero que están ahí, no solo latentes, sino ineludibles, a sabiendas de que los jóvenes artistas de última generación, huérfanos e indiferentes, “producen de una manera tan explosiva e instantánea que prácticamente someten al arte a una falta de futuro social, víctima de su propia polución” (H. Avilés).
3. Si se quiere apoyar a los pintores, por ejemplo, hay que exonerar de impuestos de importación e IVA a los materiales que usan para sus obras y evitar el monopolio de un solo importador. Los museos deben comprar obras valiosas y no apropiarse declarándolas bien público o patrimonio estatal, perjudicando el único patrimonio que tiene un autor: su propia obra, a sabiendas de que nadie le apoyó para lograrla.
Hay que proteger los derechos de autor y no confiscarlos.
Los teatreros se demoran en preparar una obra varios meses, la presentan en temporadas cortas, pero el costo de las entradas está gravado con tasas e impuestos, y las salas son una inversión cultural que no ha recibido ningún estímulo por parte del Estado (así también las casas de la música u otros escenarios privados que deberían recibir auxilios permanentes). Otra cosa son los emprendimientos puntuales los proyectos o auspicios, las autoediciones y pequeñas inversiones que sirven para que la actividad sobreviva, porque ellas obedecen más a la vocación que al lucro. Pero no hay que pedir garantía hipotecaria por el 150% para dar un préstamo del Fondo de Cultura. Porque queda pignorado el artista.
Los cultores de las artes de la representación por lo que más sufren es por la falta de espacios para ensayar. Si hay una Secretaría que administra los inmuebles públicos en todas las ciudades del país, buena parte sin ocupar, ¿por que no destinar una de esas miles de propiedades para que los grupos se turnen diariamente en utilizarlas? A una editorial extranjera se le dio una casa solariega para que ahí instalara su librería con libros caros. Ya quisiera cualquier librero ecuatoriano tener un local sin pagar arriendo. ¿Por qué no se legisla para que las tarifas postales de envío de libros no sean tan altas? Es un beneficio general, pero en especial ayuda a los padres de familia que tienen hijos estudiando fuera, a las editoriales que difunden el libro ecuatoriano enviándolo a bibliotecas y universidades extranjeras (cosa que no hace el Estado), y, desde luego, a los propios autores para difundir su obra.
Si se exonerara de tasas e impuestos a la importación de libros, bajaría su precio y no seríamos uno de los países donde más caros se los vende. Si el libro fuera de libre circulación (no solo declarativa) no habría que hacer trámites tan engorrosos para desaduanizarlo y se evitaría que pasen meses amorcillados en las bodegas. A los libros que han sido producidos con fondos públicos y son “especie valorada”, por qué no se permite que se vendan al costo o que entreguen con descuento a las librerías, sin lucrar, en vez de que permanezcan en las bodegas ministeriales? El papel sellado era especie valorada y se lo vendía para recuperar el valor de la especie.
¿Por qué no se exonera de impuestos a los instrumentos musicales, a los insumos editoriales, a las películas nacionales?
Hay que descontar impuestos a las empresas privadas que apoyan o impulsan proyectos culturales. Y a los propios proyectos válidos, no hay mejor receta que apoyar y consolidar lo que ya existe con éxito.
No hay que humillar a los intelectuales o artistas pidiéndoles que se autocandidaticen y palanqueen premios y reconocimientos, ni adeudarles o traspapelarles lo que por cualquier motivo les corresponda; los tales fondos concursables han sido verdaderos vía crucis y muchos acreedores (nunca tan bien usada esta palabra) se han demorado en recibirlo o en ver publicadas las obras premiadas dos y hasta tres años.
No hay que enviar delegaciones de oficinistas o parientes para que representen al país en eventos internacionales de cultura.
Hay que remunerar todo trabajo artístico, intelectual, pero no hay que cobrar IVA por haber dado una conferencia, o tasas e impuestos por recitales, conciertos, obras de teatro, cine, etc.
Hay que pasar del nivel meramente declarativo de lo pluricultural a políticas concretas donde los indios sean tratados como pueblos y no como índices de pobreza. (Almeida). Crear un instituto que estudie e impulse las lenguas ancestrales, restablecer la educación bilingüe y enmendar la liquidación de 500 bibliotecas del SINAB, crimen de lesa cultura.
No existe una distribuidora nacional de libros y en la mayoría de ciudades no existe una sola librería. No estaría mal una red de bibliotecas y librerías en alianza con los municipios.
Que en el pensum del bachillerato se incluya la materia de Apreciación del Arte y se fortalezcan los clubes y talleres de ocio creativo; que se abran carreras intermedias de gestión cultural, curaduría, museología, bibliotecología, restauración de arte, de libros, partituras, fotografías, documentos.
Hay que levantar un inventario nacional de recursos humanos en las diferentes áreas culturales, así como de infraestructura, disponibilidad tecnológica, equipamiento culturales. Eso no es voluntario, eso es obligatorio, pero su inventario no supone que sea miembro o no del Sistema Nacional de Cultura, no un RUAC que suena como graznido para regimentar una nómina, no para chantajear o discriminar accesos y trámites o conferir prebendas).
¿Quién sabe cuántos metros lineales de estantería bibliotecaria tiene el país? Sin ese dato no se puede acceder a ningún patrocinio internacional. ¿Cuántos auditorios públicos hay en el país? Como se puede instrumentar políticas culturales si no se dispone de datos y estadísticas ciertos (no inflados como el número de asistentes a eventos y ferias)? ¿Quién centraliza toda esta información? Hablar de una cuenta satélite sobre esto, a más de ser un subterfugio, hace pensar que es una cuenta que les da la vuelta en la cabeza.
Han dicho que están en deuda con la cultura. ¿Cómo irán a pagarla? ¿Con una ley chueca para la que han tenido tantos años, pero finalmente fue hecha al apuro? Si habrían pensado desde el comienzo en “la” cultura, a lo mejor hacían hasta la revolución.
Iván Égüez